Atilio Boron
ALAI AMLATINA.- En La Divina Comedia Dante Alighieri describe con artesanal
minuciosidad los diferentes círculos del Infierno. Son nueve, pero nos interesa
el octavo porque es el que está destinado a castigar a los mentirosos, entre
los cuales sobresalen los malos consejeros, los charlatanes y los falsarios,
gentes que mienten a sabiendas y sin escrúpulo alguno. Si el gran florentino
tiene razón en su descripción las recientes elecciones venezolanas sumaron una
enorme cantidad de candidatos a penar para siempre en ese círculo infernal.
Pocas veces nos tocó soportar tanta cantidad de mentiras como las que leímos y
escuchamos en estos días. La “dictadura chavista”, “ataques a la libertad de
expresión” en la República Bolivariana, el “fraude electoral” fueron algunas de
las más recurrentes en el fárrago de acusaciones descargadas sobre Chávez con
tal de impedir su inexorable victoria.
¿Por qué tanto odio, tanta sed de venganza que hizo que políticos y
comunicadores sociales que supuestamente deberían caracterizarse por su
equilibrio y sensatez se convirtieran en voceros de las peores calumnias en
contra de este personaje? La razón es bien sencilla: mienten porque los
intereses de clase que representan, asociados a –y articulados políticamente
con- los intereses imperiales exigen borrar al chavismo de la faz de la tierra,
y para ello cualquier recurso es válido.
Venezuela, que encierra en sus entrañas las mayores reservas petroleras de la
Tierra, es una presa que suscita los apetitos incontenibles del imperio,
impaciente por reapropiarse de lo que una vez fue suyo y dejó de serlo por obra
y gracia de Chávez. Como se trata de un propósito inconfesable, por ser un
simple acto de latrocinio, se requiere apelar a retorcidos argumentos para que
el delito aparezca como un acto virtuoso.
Por eso los mentirosos tienen que decir que el chavismo instauró una
"dictadura" en un país que desde 1999 hasta ayer convocó a su
población a las urnas en quince oportunidades para elegir autoridades,
diputados constituyentes, miembros de la Asamblea Nacional o para refrendar con
el voto popular la nueva constitución o para decidir si se le revocaba o no el
mandato al presidente.
De las 15 contiendas electorales Chávez ganó 14 y perdió una, el referendo
constitucional del 2007, por menos del 1 por ciento de los votos, y de
inmediato reconoció la derrota. Curiosa "dictadura" que obra de esa
manera, como lo recordara Eduardo Galeano hace ya unos años. No sólo eso:
resulta que esta "dictadura" extendió los derechos políticos (amén de
los sociales y económicos) como jamás antes lo habían hecho los regímenes
supuestamente democráticos que gobernaron Venezuela desde el Pacto de Punto
Fijo de 1958 instaurando una insípida alternancia sin alternativas entre
democristianos y socialdemócratas que murió de muerte natural en 1998.
Cuando Chávez llega al poder, en febrero de 1999, uno de cada cinco venezolanos
mayores de 18 años no existían políticamente: no podían votar porque no se los
inscribía en los padrones y ni siquiera poseían documentos de identidad. Hoy la
"dictadura" chavista redujo esa cifra al 3.5 por ciento. Además, en
la Cuarta República (1958-1998) el abstencionismo de quienes sí podían votar
fluctuaba en torno al 30 o el 35 por ciento llegando, según lo afirmara Daniel
Zovatto, director del Observatorio Electoral Latinoamericano, a picos del 80
por ciento en la década del sesenta.
En la elección del pasado 7 de octubre se registró la más alta tasa de
participación, con una abstención de apenas el 19 por ciento. Por si lo anterior
fuera poco, mientras en la “ejemplar” democracia norteamericana se vota en un
día hábil (el primer martes de noviembre, año por medio) y la tasa de
abstención ronda el 50 por ciento, en la "dictadura" chavista se lo
hace en días domingos y con transporte gratis para que todos puedan acudir a
los centros de votación. Fue por eso que el ex presidente Jimmy Carter aseguró
que el sistema electoral de la Venezuela bolivariana es mejor que el de Estados
Unidos y uno de los mejores del mundo. Sin embargo, los condenados al octavo
círculo del infierno insisten en que lo que hay es una "dictadura" y
que lo que faltan son libertades.
Su servil empecinamiento se refleja también en sus constantes críticas a los
supuestos límites a la libertad de expresión en Venezuela: era ridículo, y
hasta daba un poco de lástima, ver a esos severos custodios de la libertad de
expresión denunciando públicamente las supuestas limitaciones a tan fundamental
derecho sin que nadie en Venezuela interfiriera en su labor.
¡Decían públicamente y a los gritos que no había libertad! ante la mirada entre
socarrona y perpleja de venezolanos que no entendía lo que proclamaban estos
energúmenos en plena calle y a la luz del día. Basta con ojear los periódicos
venezolanos para comprobar el tenor de las feroces críticas y perversas
difamaciones que disparan a diario en contra de Chávez y su gobierno. Por
supuesto, estos santos varones (y beatas mujeres) que fueron a la patria de
Bolívar a custodiar la amenazada libertad de expresión jamás se inquietaron o
manifestaron la menor preocupación por los 25 periodistas asesinados por el
régimen títere que el imperialismo norteamericano instaló en Honduras luego del
golpe de 2009.
Tampoco se toman la molestia de informar que de los 111 canales de televisión
existentes en Venezuela sólo 13 son públicos, y que tienen una audiencia de
apenas el 5.4 por ciento como lo demostraran Jean-Luc Mélenchon e Ignacio
Ramonet en una nota reciente. Y en los medios gráficos la situación es aún
peor, porque el 80 por ciento está en manos de una oposición radicalmente
enfrentada al gobierno. Diarios que, como los dominantes en la Argentina,
violaron la veda electoral venezolana propalando subrepticiamente versiones vía
twitter en los que aseguraban el triunfo irreversible de Henrique Capriles.
Patricia Bullrich, una diputada argentina “tuiteaba”, con base en esas fuentes,
“52.8 Capriles, 47.2 Chávez” y Federico Pinedo, otro diputado argentino,
escribía alborozado “Gana @Capriles!”. Ninguno de los dos pidió perdón por
haber engañado a miles de personas con tamañas falsedades. Es más, en
declaraciones posteriores se enorgullecen en haber actuado como lo hicieron
librando, como estaban, un duro combate en contra de la “tiranía chavista.”
Contrasta con estas infames actitudes la seriedad, neutralidad y el
profesionalismo del Consejo Nacional Electoral de Venezuela, un organismo
público con representación multipartidaria, que tal como lo había anticipado
sólo comunicaría los resultados de las elecciones cuando las tendencias del
voto fueran irreversibles. Así lo hizo unas pocas horas después de terminado el
comicio cuando un 90 por ciento de las actas confirmaba una ventaja
inalcanzable a favor del presidente Hugo Chávez (con 54 por ciento de los
votos), misma que se amplió hasta llegar al 55 por ciento al finalizar el
escrutinio. Con una diferencia de más de 1.600.000 votos la discusión sobre el
fraude tuvo que ser discretamente archivada. Mejor no pensar en lo que hubiera
sido el escenario si Chávez triunfaba con por un 2 o 3 por ciento de los votos.
Desilusionados y derrotados, los voceros del imperio sacaron de la manga el
nuevo tema con el cual acosar a la Venezuela bolivariana: la salud de Chávez.
Las usinas del imperio se encargaron de reconfigurar la agenda, y seguramente insistirán
con este asunto mientras buscan nuevas formas de desestabilizar a su gobierno.
Ya antes habían aludido a esto, pronosticando como decía la presentadora de
CNN, Patricia Janiot, que a Chávez le quedaban entre 9 y 12 meses de vida. Esa
fue una de las hazañas del venezolano: derrotar al cáncer. La otra: sostener
una enorme inversión social que cambió para siempre las condiciones de
existencia -tanto objetivas como subjetivas- de las clases populares, más allá
de la necesidad, reconocida por Chávez, de mejorar la gestión de la cosa
pública.
Derrotados en las elecciones ahora vuelven a la carga porque el líder
bolivariano ha demostrado ser un formidable aglutinador de la tradicionalmente
dispersa dirigencia latinoamericana, lo que le ha permitido neutralizar con
eficacia la regla de oro de cualquier imperio: “divide et impera”, como
enseñaban los romanos. Y ese sí que es un pecado imperdonable, que merece mucho
más que descender al octavo círculo del Infierno para hacerle compañía a tantos
pseudo-periodistas (en realidad, publicistas de grandes empresas que utilizan
los medios de comunicación para facilitar sus negocios) y supuestos
republicanos cuya preocupación excluyente es garantizar la continuidad de la
dictadura -aunque se vista con ropajes democráticos- del capital.
El pecado de Chávez, murmuran por lo bajo (y a veces lo vociferan, como lo hace
el impresentable Mitt Romney) es intolerable e imperdonable, y habrá que acabar
con él cuanto antes. Ignorante de las leyes que rigen la dialéctica histórica
la derecha cree que la larga marcha de Latinoamérica y el Caribe hacia su
segunda y definitiva independencia es la obra maléfica de algunos espíritus
malignos, como Fidel, el Che y Chávez. Parafraseando aquel célebre título del
discurso de Fidel en el juicio por el Moncada, a la derecha imperial y sus
voceros locales “la historia los condenará.”
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